
En el año 2004, la niña que podría ser la protagonista de este cuento, llamémoslo así, tenía 4 años.
Era vivita, alegre y despierta para observar y comprender, siempre adaptada a su poca edad, lo que veía.
El otoño de ese año, como siempre ocurre con los otoños orotavenses, fue pródigo en la caída de las hojas y las plazas y jardines mostraban un encanto especial, invitando a su visión y disfrute.
Era vivita, alegre y despierta para observar y comprender, siempre adaptada a su poca edad, lo que veía.
El otoño de ese año, como siempre ocurre con los otoños orotavenses, fue pródigo en la caída de las hojas y las plazas y jardines mostraban un encanto especial, invitando a su visión y disfrute.
A la niña le gustaba pasear de la mano de sus familiares que así sentían un doble placer, pasear y contemplar las excelencias de la Villa.
Pero el otoño es el otoño y los árboles, al desprenderse de sus hojas secas y marchitas, sepultan las viejas baldosas de piedra cubiertas y desgastadas por tantos andares y por el paso suave de los recuerdos.
Se extraña la niña al ver aquella alfombra floral que cubría todo el pavimento, pero le sorprendió mucho más el color del alfombrado y aquella lluvia de pétalos amarillos que cubrían toda la plaza. Miró hacia lo alto y descubrió el origen de tanta belleza. Alzó sus pequeños brazos y exclamó: ¡Es el árbol de los pétalos amarillos del otoño!